MARCAS EN EL
CUERPO
Cuerpos grabados: marca, corte, inscripción
Jóvenes que se realizan marcas dolorosas en el
cuerpo. El tema es un motivo de preocupación y de reflexión para los analistas,
dada la creciente frecuencia de casos que llegan a los consultorios, ostentando
marcas, piercings, cortes y tatuajes que dicen, a su manera, de algún
sufrimiento indecible.
Se ha escrito mucho, y se sigue escribiendo y
discutiendo al respecto. Prácticamente todos los autores coinciden en algunos
puntos: indagar qué del cuerpo se pone en juego en estas situaciones, qué
relación entre sujeto, cuerpo y palabra, el déficit simbólico, lo no dicho que
requiere otro tipo de expresión, etc.
Otro aspecto que aparece es la cuestión del tiempo:
los jóvenes insertos en un mundo de vértigo, de inmediatez y fugacidad, de
apuro y consumo raudo, de “todo ya”, que parecería invocar la necesidad de una
estrategia para contrarrestar esa evanescencia del presente. Allí, el tatuaje o
la marca en el cuerpo tendría ese carácter de freno, un modo de apelar a lo permanente
e imborrable como coartada para construir una identidad, establecer un anclaje
y no sentirse meras hojas al viento.
Muchos se graban nombres o figuras de seres
queridos (parejas, hijos) o de padres o amigos fallecidos, como si ese grabado
fuera el único modo de garantizar la memoria (“solo se recuerda lo que no deja
de doler”, dijo Nietzsche), o como si no dispusieran de otras vías simbólicas
para perpetuar el vínculo amoroso o tramitar su duelo. Pero también el empuje a
la moda y al consumo, el imperativo de estar a la última, así como la necesidad
de portar algún signo o contraseña que garantice la entrada y pertenencia a un
grupo son factores que, en la mayoría de los casos, emergen como motivaciones
para estas prácticas.
Hasta aquí, claro, en un todo de acuerdo. Pero dado
que no soy psicoanalista y no tengo, por tanto, la experiencia clínica, solo
puedo abordar estos fenómenos contemporáneos desde una perspectiva que
trascienda lo sincrónico, de este recorte actual, para intentar entender cómo,
por qué y de dónde proviene lo que observamos en el aquí y ahora. Es decir,
integrar estas experiencias en alguna lógica histórica, advertir las
causalidades y los procesos que llegan hasta el día de hoy con esos efectos.
No se trata de establecer una relación causa-efecto
simple ni lineal, sino de ampliar el foco y vislumbrar -más allá de la historia
particular de cada persona, pero no sin ello- qué viene viviendo la cultura
occidental, cuáles son los avatares del malestar que, desde los días en que Freud
formulara esa idea, se van encadenando y adoptando formas y expresiones que
pueden leerse como productores de este fenómeno que hoy nos ocupa.
Resumamos: los “descriptores” acuñados hasta ahora
son: cuerpo, marca, lenguaje, pertenencia, tiempo…
El cuerpo, sin duda, está en el centro de esta
escena. Pero, ¿de qué cuerpo hablamos, qué significa aquí ese término para nada
autoevidente ni autoexplicativo?
Retrocedamos: a principios del siglo XX Freud
formula una concepción del cuerpo inédita: el del psicoanálisis es un cuerpo
diferente al de la medicina, la religión (cristiana) y todos los discursos
conocidos. Él puede pensar algo novedoso a partir de sus histéricas -de la
escucha de sus síntomas-, cuerpos que “hablan” dolorosamente lo que no se puede
decir. Se “acusa”, en el síntoma histérico, lo que mortifica y acosa. La “cura
por la palabra” apunta a destrabar ese no-dicho. Permitir que algo de lo
somático acceda a la representación se vislumbra como la única vía para un
alivio posible del padecer. Cuerpo y lenguaje, entonces, ineludiblemente
ligados. Hay cuerpo si hay investidura lingüística. De lo contrario,
será a lo sumo organismo, carne “cruda”.
El descubrimiento freudiano trajo grandes avances
en ese campo, en la comprensión de esa ligadura inherente a lo humano y a lo
subjetivo. Pero lo insólito es que ahora asistimos a un enorme retroceso: algo
se ha enquistado, el cuerpo vuelve a ser doloroso campo de batalla de
padecimientos indecibles. La lengua ha enmudecido, las palabras ya no
significan. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Podemos ubicar, entre esos albores del siglo
pasado y nuestros días, a lo largo de una centuria, un momento, un turning
point, un suceso que haya tenido tan tremenda importancia y tan rotundo
peso como para acallar la revolucionaria liberación freudiana?
De la mano de algunos pensadores indispensables,
creo que sí: “eso que ha tenido lugar” -dice Legendre- es lo que, en 1941,
cuando le comenzaron a llegar las noticias y testimonios de lo que ocurría en
Polonia y Alemania, Churchill llamó “un crimen sin nombre”. Y subrayo la
expresión.
Lo imposible de decir hace su brutal entrada en
escena, ya a nivel de sociedades y naciones enteras. Habrá que esperar todavía
varios años hasta que Raphael Lemkin, un abogado polaco horrorizado por la
matanza de armenios a manos de los turcos, cree el término “genocidio” y le
ponga nombre, por fin, a lo innombrable. Ese término -discutido, vapuleado,
abusado, manoseado… como es el destino posible de cualquier palabra- permitió,
sin embargo, dar curso a algo de la reparación. A alguna instancia de justicia
y castigo, a la posibilidad de restitución de derechos mancillados, a la
valoración del testimonio, a la tramitación de la memoria y la honra de los
asesinados… En suma, a articular el horror con la ley.
Se sabe: ningún nombre recubre por completo la
cosa, los bordes no coinciden, los perfiles de palabra y objeto no se ajustan
con exactitud. Mas el propósito del nombrar no es la definición científica,
sino la necesidad de acotar lo ominoso. ¿Darle cauce a lo pulsional?
Pero lo ominoso que el nazismo trae -y es de eso de
lo que estamos hablando- excede y arrasa con todo límite, no soporta borde ni
freno, se desparrama como la peste de Tebas o como las epidemias incontrolables
que diezman a poblaciones enteras en apenas semanas. El nazismo -más
específicamente la Shoá-, constituye una fractura indeleble. Lo que
podríamos describir como acontecimiento: un corte del tiempo en
el tiempo. Un hecho crucial que parte la historia en dos, y que exige una
relectura del pasado así como, obviamente, de lo que sucede después.
Si nos corremos de la perspectiva sociológica y el
abordaje meramente historiográfico para intentar comprender la estructura
del nazismo, podremos vislumbrar algo de sus efectos en nuestra contemporaneidad.
Como dice el jurista Legendre, “no somos conscientes de que el golpe que el
nazismo ha asestado a la cultura sigue vigente, bajo formas diversas y
enmascaradas y por múltiples vías. Vivimos en una sociedad post-hitleriana”. En
el mismo sentido, algunos pensadores sostienen que no hay más sujeto que el
sujeto post nazismo. La más elemental lógica indica -y solemos olvidarlo,
olvido que exige ser indagado- que semejante catástrofe (eso es lo que denomina
el término Shoá), tamaño cataclismo de todas las construcciones de la cultura
occidental no podría ser simplemente un episodio, una anécdota, un capítulo
superado de la historia.
¿Qué de sus efectos perduran y nos “interesan”? Uso
el vocablo en el sentido preciso en que la jerga médica lo usa, cuando se dice
que una herida de bala “interesó” a tal o cual órgano.
Retomando nuestros términos clave, descriptores o
marcadores (valga la coincidencia…), resulta imperioso preguntarnos, como
anticipé, de qué hablamos cuando hablamos de cuerpo. Así como el de la medicina
o el de la religión no eran a lo que Freud se refería, tampoco el del nazismo
lo fue. Cuando Legendre afirma que el nazismo lleva a cabo una “concepción
carnicera de la filiación”, hay que sacar todas las consecuencias que tal frase
implica. La reproducción humana se vuelve pura cuestión biológica. El cuerpo ya
no será soporte de la transmisión, sino pura materialidad orgánica medible y
observable -y por ende, manipulable-. La carne ya no estará “cocinada” por la
cultura y el lenguaje, sino que consistirá en animalidad ofrecida a la
experimentación: carne cruda.
De la mano de esa maquinaria que investiga la vida
para manipular sus resortes y así aniquilarla mejor -es decir, para
fabricar la muerte en serie-, se despliega una operación simultánea y solidaria
con el lenguaje. Las palabras quedan reducidas a signo, el espesor de la lengua
se adelgaza hasta la nadificación, los vocablos son instrumentos mortíferos. No
se trata solo de la matanza de los cuerpos, sino -como compañía inevitable- del
asesinato de la metáfora. Así como los constructores de Babel
aspiraban al dominio absoluto y totalitario del decir -”era toda la tierra de
una sola lengua y pocas palabras”, dice el texto bíblico al comienzo del
cap. XI de Génesis-, ya que ese es el medio más eficaz del totalitarismo, a la
par que desplegaban una ingente producción técnica -fueron los primeros
fabricantes de ladrillos!- y despreciaban la vida humana -no reparaban en los
obreros que caían desde lo alto de la torre en el desempeño de sus tareas para
“llegar cada vez más alto”-, podemos vislumbrar en el hitlerismo
pretensiones semejantes. Porque no hay vida más que en esa ligadura fundante de
cuerpo y palabra. No hay más vida que vida instituida. No nuda vida,
sino -como bien señalan Spinoza y Benjamin- existencia ligada a la ley y
a la palabra. “No es suficiente con producir carne humana -dice Legendre-: es
necesario instituirla”. ¿Qué significa instituir? Quiere decir: alojar al
naciente en el lenguaje, inscribirlo en la trama de la cultura que lo precede y
le da sentido -que lo habilita para la construcción de sentidos-, ubicarlo en
la cadena filiatoria, señalarle su lugar de hijo en la sucesión, ligarlo
genealógicamente. Porque, dice el jurista, el núcleo ineliminable de la ley y
del derecho no es otro que la genealogía. Toda la producción jurídica no apunta
a otra cosa que a tramitar, por vías que hagan posible la vida humana, el
empuje al incesto y su prohibición. Es decir, fabricar tiempo, proveer
herramientas para posibilitar al viviente hablante la comprensión de su estofa
temporal, finita y fallida, a la vez que ligada y sostenida por la tradición y
la transmisión.
“Genocidio” significa, entre otras cosas y muy
centralmente (según la convención de las Naciones Unidas de 1946, donde se establece
el término para el derecho internacional): impedir los nacimientos en el seno
del grupo atacado, y/o trasladar por fuerza a los niños del grupo a otro grupo.
Es decir, romper esa ligadura genealógica, atacar y destrozar la sucesión y la
inscripción filiatoria, borrar toda marca que la sucesión de
generaciones inscribe en el nacido a fin de que el nuevo viviente humano pueda,
en el correr de su existencia, leerla, resignificarla, convertirse en heredero
-y por ende intérprete- de aquello que porta en tanto ser nacido de otros. Esa
es la forma humana de construir temporalidad, o sea, de devenir sujeto.
El ataque a los cuerpos que el genocidio lleva a
cabo implica así, simultánea y solidariamente, un ataque al lenguaje, a la
temporalidad, a la ley, a la filiación y a la transmisión. Es decir, a lo
simbólico.
¿Qué efectos, qué saldo arroja tan terrible
espanto, y que se puede leer en las actitudes, conductas, síntomas y discursos
de nuestros días? Ese arrasamiento a múltiples bandas que acabo de mencionar no
puede sino afectar, en forma más o menos explícita, otros aspectos de la
cultura que le son concomitantes: la diferencia, la alteridad, la equivocidad
del lenguaje…
La cultura, dicen los antropólogos -y muy
explícitamente, desde el estructuralismo-, es un sistema de diferencias. La
vida humana y la posibilidad de constitución subjetiva conllevan necesariamente
operaciones de diferenciación, que resumiría en una suerte de “nudo borromeo”,
tres círculos entrelazados: diferencia entre lo divino y lo humano, diferencia
entre sexos y diferencia entre generaciones. Tres modos de decir el tiempo, la
falta y la incompletud. Ese lugar de articulación que anuda los tres anillos,
donde Lacan podríamos ubicar la Ley. Tales diferencias están siendo atacadas,
una y otra vez, desde los renovados ideales míticos -la pretensión de ser como
dioses-, las aspiraciones a la inmortalidad, las figuras de reproducción
sin-otro (autoengendramiento, partenogénesis, etc) y la condena a las
diferencias sexuales como “viejos estereotipos” que encasillan y restan
libertad. Lo ilimitado, dice Milner, se plantea día a día y cada vez más como
una aspiración de la sociedad híper moderna y súper tecnológica. La
omnipotencia y el acceso total al saber, la transformación imparable del mundo
y sus alrededores…
Tanto la tragedia como los textos bíblicos -esos
dos corpus fundantes de la cultura occidental- nos muestran, de diversos modos
pero en algún punto coincidentes, el peligro de tal omnipotencia, la hybris
que no puede sino acarrear la autoeliminación de la vida humanamente vivida.
¿Qué de esa ilusión seductora y mortífera se expresa en el tema que nos convoca
hoy?
Más allá o más acá de la singularidad de cada
sujeto padeciente, del caso por caso y de la intimidad del consultorio, reitero
que me parece imperioso reflexionar sobre los factores en común que hacen a la
“subjetividad de la época”, modos de configuración compartidos, aun si
modalizados en diversas particularidades, pero que señalan y denuncian rasgos
inherentes al ser hijos de nuestro tiempo. Rasgos que llevamos inscriptos, y
ese es el punto: inscripciones que caen bajo el escotoma de nuestra modernidad
y que no son legibles por los mismos protagonistas de la historia. Algunas
pistas posibles para “leer” los fenómenos actuales:
- La catástrofe nazi, en su atentado a la filiación
-la matanza de los padres en tanto padres y de los hijos en tanto hijos,
herederos del nombre “judío”- produjo un desguace en la temporalidad
humana como sucesión y transmisión. De eso somos aún receptores pasivos en
tanto no estamos advertidos. El tiempo “fuera de gozne”, descalibrado y
descalabrado, desplaza la “antecedencia en el saber” a un lugar de
desecho. Ser heredero de una transmisión se vuelve sinónimo de sumisión y
obediencia a “viejos estereotipos” que es preciso descartar y subvertir.
Ya no se trata de “ganarse la herencia”; lo que amenaza es la segunda
parte de la frase de Goethe: lo que no te ganes, lo cargarás como un peso
toda la vida…
- “Nuestra herencia -dice René Char, durante el
nazismo en Francia y ante la necesidad de armar una resistencia casi desde
cero- nos fue legada sin testamento”. Inermes, los franceses apenas podían
articular sus recursos para oponerse a la bota totalitaria. Solo hay
apropiación del instrumental para la vida si hay recepción y rescate de lo
que se nos lega. Es decir, lectura de las marcas.
- La producción que el nazismo realiza de un aparato
de legalidad para validar y legitimar sus crímenes conlleva,
paradójicamente, un arrasamiento de la Ley. Consiste en una proliferación
cancerosa de decretos, normas y resoluciones ad hoc, que se agotan
en su inmediato cumplimiento y que tienen por referente no la Ley
simbólica o formal kantiana, la pura forma de la Ley, sino la voluntad
omnímoda del Führer, el soberano que -como dice Carl Schmitt- decide sobre
el estado de excepción. Individuo por encima de toda legalidad, con el
poder de torcer esta a su antojo y conveniencia, como los dioses y héroes
míticos. La destitución de la ley en su estatuto de “indisponible para el
sujeto” arrastra, en su caída, como no puede ser de otro modo, la figura
del padre, entendida como transmisor de la legalidad y no como su amo o
creador.
- El consiguiente declive de la función paterna, o el
abandono o la renuncia a ejercerla por parte de padres infantilizados,
maternizados o descalificados ante la arrolladora presión de los discursos
posmo, deja a los hijos “desmarcados”, desligados, tan inermes como
los resistentes de Char. Orfandad que pide a gritos el llenado de ese
hueco y que, como no podría ser de otra manera, adquiere muchas veces
formas terribles. Edipo es, in extremis, un ejemplo ilustrativo:
expulsado de su cadena filiatoria, desconocido como hijo -lo que lo lleva
a desconocer-se y desconocer al padre-, carente de marcas significantes, se
inflige una herida fatal, se autoflagela, como si en ese acto estuviera
reclamando la inscripción que no le ha sido donada.
- El nazismo marcó la carne como forma precisa de
desubjetivación: el número tatuado en el cuerpo de los habitantes del
campo anulaba el nombre y, por ende, el carácter de viviente hablante de
las víctimas, marca que iba en paralelo con su designación como “muñeco”,
alimaña, basura o resto. Los hombres y mujeres se volvían, así, animales
marcados como el ganado.
- En esa operatoria arrasaba la dimensión simbólica
del cuerpo, desligaba cuerpo y palabra, convertía a lo corporal en materia
bruta y muda.
- En contraposición a tal golpe desubjetivante-y no es
casual la asociación-, podemos situar la marca judía por excelencia (eso
que, precisamente, el nazismo intenta anular, reemplazar por un signo sin
letra ni densidad metafórica): la circuncisión, no como mero acto
quirúrgico, somo como “señal del pacto”. Se dice, en efecto, brit milá,
“pacto de circuncisión” pero también, por homofonía, “pacto de
palabra”: al corte del prepucio se lo llama en la Torá ot brit,
pero ot es tanto señal como letra. O sea, algo a leer, ligadura de
cuerpo y lenguaje. La letra, en su carácter asemántico, que solicita
ligarse a otras letras para “decir”, invitación a la escucha y la lectura,
a la modulación de lo inscripto en las interpretaciones que el sujeto haga
de lo que le viene dado. El brit milá es el acto mediante el cual
el varón es ingresado al pacto con D’os -es decir, con la Ley-, instituido
como hijo, nombrado por el padre e inscripto en la comunidad, a la vez que
separado y diferenciado de su madre. Corte y ligadura, cuerpo significado,
“cocinado” por la herencia y la cultura. Marca simbólica que abre el
acceso a la subjetivación.
- El desprecio actual por los ritos de la tradición,
cualquiera que esta sea, no solo no “libera” a los jóvenes sino que los
empuja a la urgencia de “fabricarse ritos propios”. Los tatuajes y
piercings, entre otras acciones, tienen en gran medida esa motivación.
Pero: “rito propio” es un oxímoron, ya que el ritual es, por definición,
heredado, parte de las formaciones que la cultura ha ido produciendo para
inscribir a los sujetos en el tiempo, la ley y la pertenencia al grupo del
que forman parte. Ritos de pasaje o iniciación, todos tienen ese sentido.
Claro que la historia cambia y, con ella, adviene la posibilidad de
recrear, resignificar y reformular creativamente esas herencias. El ritual
es un marco, una forma -como la ley kantiana- que se presta a innumerables
lecturas, a diversos contenidos y libretos, ¡pero porque no lo inventamos
sino que lo recibimos! Es un texto que nos dice. Al igual que la
ley y el lenguaje, no somo sus creadores sino sus creaciones...
- En la pretensión de “fabricar rituales propios”
anida la ilusión de autoengendramiento: un mundo sin herencia, sin pasado
y sin deuda… filiatoria. Detener el tiempo y ser inmortal. Cirugías,
escarificaciones, gestas “artísticas” como las de Orlan o Nicola
Constantino van en la dirección de “hacerse un cuerpo”, del mismo modo que
los constructores de Babel pretendían “hacerse un nombre” en vez de
apropiarse del que les había sido dado. “Ritual propio” es como “nombre
propio”: ¡nada menos propio que eso! Tal como afirma Juan Ritvo, “me llamo
como he sido llamado”. Pretensión tan pueril como la paradoja del lenguaje
privado… Si solo yo lo puedo entender, pierde su condición de lenguaje.
- La pérdida de la densidad simbólica y metafórica -lo
que se advierte en la dificultad de comprensión de textos por parte de
alumnos de escuelas y universidades, como se advierte en las pruebas que
se realizan anualmente- junto con el desanclaje de la transmisión
filiatoria y como una de sus manifestaciones, deja a los jóvenes, como
sugerí, en una orfandad apenas advertida pero que los impulsa a buscar,
desesperadamente, inscripciones y pertenencias. Muchas de las formas que
adoptan esos actos implican la perforación, el sajarse o escarificarse, la
incisión de estigmas... (de donde la polisemia de estigmatización:
pertenencia y exclusión a la vez). Mortificación de la carne, amor
sacrificial, inmolación, dolor y herida autoinfligida como formas “nuevas”
de insertarse en una tribu. En ciertos grupos marginales -cárceles,
mafias, etc.- la incisión también vale por la demostración del coraje que
implica someterse a tales prácticas crueles. Todo rito de iniciación pone
a prueba ese factor.
- Se invoca, frecuentemente, que tal costumbre no es
nueva sino que se asemeja a la practicada por otras culturas antiguas o
lejanas (¿exóticas?). La diferencia fundamental entre estas situaciones
actuales y las de esas sociedades observadas por la antropología
-recordemos que el término tatoo viene de las tribus polinesias- es
doble: por un lado, quienes practicaban esas marcas eran, mayormente,
sociedades ágrafas, por lo que su forma de inscripción no disponía de la
letra. Pero además, tales rituales eran impuestos por los ancianos,
chamanes, sabios o figuras jerárquicamente posicionadas como legisladores:
esas marcas formaban parte ineludible de la transmisión, introducían al
individuo en la tradición de los ancestros, hacía lazo con los
antepasados, y no meramente entre pares generacionales. La ilusión de una
fratría sin padre sobrevela muchas proclamas actuales.
- Otra polisemia llamativa es la del término “marca”:
la prevalencia de la connotación comercial, consumista y marketinera por
sobre la de letra a leer resulta sintomática, y habla de los cambios en lo
que la idea de pertenencia significa. Ostentar marcas famosas y
prestigiosas, importadas y “signos de status” parecería reemplazar, en
gran medida, a las de la transmisión, en la búsqueda de mostrar alguna
pertenencia a clase o grupo legitimante.
- La célebre frase de T. Adorno, “No se puede escribir
poesía después de Auschwitz”, no establece una prohibición sino que enuncia
una imposibilidad: la incapacidad metafórica de una lengua que ha sido
adelgazada y violada -anonadada- para ponerla al servicio de la muerte.
- La devaluación del lenguaje, la desimbolización que
el nazismo lleva a cabo, en todos y cada uno de los aspectos de la
cultura, la sociedad y la legalidad, planea como una sombra sobre los
sujetos contemporáneos, aprendices de la idea de que no hay prohibido, no
hay imposible, no hay tiempo, no hay ligadura. Algo de eso dicen los
cuerpos, carentes de inscripción genealógica, huérfanos, impulsados -sin saberlo- a grabarse algo de lo que no les ha sido legado; cuerpos que en sus marcas sufrientes y en sus demandas no escuchadas por los
mismos sujetos y que, como el hombre ilustrado de Bradbury o el condenado de
la colonia penitenciaria de Kafka, ignoran las historias y las penas que
portan ante la mirada de los otros.
Diana Sperling, Bs. As, mayo
2018