justicia y duelo

Este texto fue leído en el marco de la presentación del libro de Hugo Dvoskin, El amor en tiempos de cine, el sábado 28 de mayo de 2011, presentación en la que David debía participar. No se me convocó para hablar “en lugar de”, cosa desde ya imposible, sino –entendí- para honrar ese lugar que nadie podría ocupar ya. Quizás, para poner de relieve el vacío.Se puede leer en: http://www.elsigma.com/site/detalle.asp?IdContenido=12248
JUSTICIA Y DUELO:
Injusto kadish por un justo

Ninguna oración, ninguna piedra sobre su tumba, ningún texto hace real justicia a la memoria de un ser amado. Menos, cuando ese ser habitó la vida con plenitud y valor, con sabiduría y generosidad, con inteligencia y alegría.
Pero, precisamente por ser insuficiente, por quedar todo homenaje siempre en falta, es que se vuelve imprescindible. El único mérito que podrían tener estas líneas –y tantas otras que escribo y escribiré, o que otros escriban- es la porfiada insistencia en traer una y otra vez a la palabra –la voz o el papel- el nombre y el pensar de un tzadik, un justo.
Ha muerto David Kreszes, psicoanalista, docente, ensayista. Ha muerto demasiado temprano (la muerte siempre llega antes de tiempo, dice Derrida) y nos deja, a muchos, huérfanos de su pensamiento, carenciados, arrojados a la dolorosa tarea de recrear, una y otra vez, el diálogo ininterrumpido que sostuvimos. Durante más de quince años, en reuniones semanales que tenían casi el carácter de un ritual, nuestras ideas afilaban sus lanzas y nuestras voces se superponían en conversaciones apasionadas y luminosas.
Pero no quiero escribir su muerte, sino su vida. Esa vida que late en cada línea y en cada página que publicó o que permanece aún inédita. Esos cruces de lecturas que nos mantuvieron ligados –con una ligadura más fuerte que cualquier sangre- y que se transparentan, consciente o inconscientemente, en cada línea que a la vez yo escribo, en cada clase que doy, en cada charla que brindo.
Mucho se ha escrito sobre la amistad, pero es un vínculo que sigue siendo enigmático y, hasta cierto punto, indefinible. A diferencia de los lazos familiares, donde los derechos y los deberes están establecidos con claridad, lo que un amigo puede o debe queda librado a criterios personales. No hay leyes, documentos ni estatutos. No hay prescripciones. Esta indeterminación tiñe el duelo: ¿es mi dolor legítimo o ilegítimo? ¿Tengo derecho a sentirme devastada por su muerte? ¿Puedo decir kadish? ¿Puedo decir izcor? ¿Quién o qué me autoriza a expresar mi pena, y de qué formas? ¿Me corresponde o se me permite hablar en su entierro? ¿No estoy invadiendo un terreno que solo pertenece a su mujer, sus hijos, su madre, su hermano?
Y, por otra parte: la memoria, ¿tiene dueño o el duelo, propietario? ¿Quién administra esos afectos y sus manifestaciones?
La relación problemática entre justicia y duelo alcanza aquí toda su gravedad. ¿Qué código civil o religioso estipula los “derechos de duelo” de los amigos? ¿A qué bienes podemos aspirar como herencia? No, sin duda, los objetos o las propiedades –ya sean casas, autos, reloj o sombrero- sino, quizás y nada menos, a algo de su legado intelectual. Pero tal vez sea justo eso, esa forma imprecisa de la amistad lo que la convierte en una bendición: apertura a todas las conversaciones, sin posesión ni contrato, sin más sustancia que la infinita hospitalidad y el “diálogo inconcluso”. El “derecho de duelo” forma parte de ese legado, algo de lo que David se ocupó extensa e intensamente. En su trabajo “Impurezas de la desligadura del padre”, que forma parte del libro El padre que no cesa , David analiza la tragedia sofocleana Edipo en Colona retomando -y discutiendo- los desarrollos de Derrida. El autor francés cuestiona, en su seminario La hospitalidad, la decisión de Edipo de negar a sus hijas el conocimiento del lugar en que será enterrado. Con esta decisión, el padre quita a sus hijas la posibilidad de duelar; ellas deben hacer, dice Derrida, “el duelo por el duelo”. “Edipo –apunta David sobre la obra de Sófocles- se vuelve cada vez más extranjero… Viene a morir como extranjero allí (en Colona), y quiere morir además en un lugar extranjero a toda localización posible, sobre todo para sus hijas. (Edipo) se asume extranjero hasta en su muerte”. El lugar de su tumba será un secreto. Es que “la tumba es un lugar donde hacer el duelo, pero también una especie de altar, un lugar donde se recuerda al padre, donde no se olvida, un lugar donde se intenta la apropiación final del padre, donde se empuja a volverlo menos extranjero” (pág. 114-115). David ve en esta decisión de Edipo un “deseo de muerte del padre… como genitivo subjetivo (lo que Nietzsche llama) voluntad de ocaso. (…) No se trata entonces de un duelo imposibilitado o eternizado (que sería la lectura de Derrida) sino del duelo que trabaja el encuentro con lo imposible del duelo”. (pag.116) (yo subrayo, D.S.)
El padre, el duelo, la memoria, la herencia: más que “temas”, motivos de pensamiento, operadores de posiciones éticas, disparadores de preguntas provocadoras. Avanzando no en línea recta sino mediante fructíferos rodeos, David deconstruye cada noción, cada concepto, cada figura establecida, los somete al arduo trabajo de la paradoja y la complejidad para extraer de allí el jugo y la semilla de nuevos y más ricos planteos. El suyo, un pensar sereno pero inquieto, no destinado a calmar incertidumbres sino a despertarlas, a tornar en interrogación lo que para muchos resultaba respuesta tranquilizante.
La memoria, en efecto. Solo nos queda la memoria, ese lugar donde dice Paul Auster –como me recuerda mi amigo Mariano Horenstein- “las cosas ocurren por segunda vez”. Y he aquí lo terrible, porque es en eso que se advierte la pérdida, porque lo maravilloso de cada encuentro, de cada charla, de cada almuerzo, era precisamente ese brillo de “primera vez”. Lo inesperado latía antes de cada frase, la sorpresa suspendía la respiración ante cada descubrimiento, lo inaudito se abría paso a través de lo ya-leído.
El deber –o diría mejor: el derecho- de los que quedamos es sostener lo más viva posible la palabra del que se ha ido, una palabra que evoca ya la muerte. Acercar lo inacercable y lo incercable: porque la extranjería que ahora se muestra en toda su crudeza no es sino la que siempre estuvo, mostrando que ninguna proximidad es posesión, ningún vínculo es propiedad, ningún lazo es conocimiento. Nos vemos así enfrentados, según su propia indicación, a un “duelo que trabaja el encuentro con lo imposible del duelo”.
Pero sabemos que esa memoria no puede ser sino fragmentaria, agrietada, aquejada de olvidos y errores. De ahí que, por más que nos esforcemos en recoger y publicar todos sus textos, por más minuciosos que seamos en la búsqueda de cada página que pudo haber escrito, no habrá nunca “Obras completas”. Y está bien así, porque lo propio de una obra viva es permanecer abierta, inconclusa, interminable. Obra incompleta, como la vida misma, como él concebía sus propios textos, como él leía los de otros. Con esos fragmentos se construye una memoria afectiva y afectada.
David publicó su último artículo en la revista Docta, de Córdoba. El título del trabajo es “Un silencio invocante”. Como una premonición, ese título habla de lo que nos atraviesa: su voz ha callado, pero no deja de llamar e inspirar otras voces, de pedir ser recreada, de invitar a ser leída. Se nos pide, diría David mismo, “acoger hospitalariamente ese silencio”, como un don que nos constituye y nos emplaza. Su muerte, pues, un silencio que nos deja a sus amigos, a sus lectores, a sus interlocutores, indeciblemente solos, pero sin derecho a enmudecer.
Cuando Dios le ordena a Abraham irse de su tierra y de su casa paterna hacia horizontes impensados, acompaña la orden con una promesa: “engrandeceré tu nombre, haré de ti un pueblo grande, y serás bendición”. A pesar –o justamente a causa- de la pena que hoy nos convoca, tengo la certeza de que David ha sido y será para muchos de nosotros bendición, un bien-decir en el que la inteligencia y la honestidad se conjugaron inextricablemente, un recto decir inspirador, un nombre que no puede tener más destino que engrandecerse y engrandecer a quienes fuimos tocados por su amistad.

Diana Sperling
Bs. As., 28 de mayo de 2011