La filosofía es un modo de leer. Textos, tradiciones culturales, signos de nuestra historia personal y colectiva. Somos intérpretes de letras que nunca dicen la verdad completa porque necesitan de la lectura para hacerse visibles y audibles. Se trata de escuchar los ecos de esas voces que nos hablan para crear el texto propio.
Al límite, con humor
“No se puede ofender la fe de otros”. “Tenemos derecho a burlarnos de cualquier religión”. Entre ambas afirmaciones, enunciadas por personas de gran relevancia pública, se juega un viejo problema: el del límite. La libertad de expresión, para decirlo con los términos convencionales. ¿Hasta dónde, cuánto, de qué manera? Y básicamente, ¿sobre quién? ¿Es posible mofarse o ironizar acerca de cualquiera, en cualquier circunstancia? Porque el humor es, sin duda, un caso particular pero especialmente efectivo de dicha libertad. Pero si tal libertad es real y verdadera, ella misma podrá ser objeto de discusión o mofa. No es imaginable una sociedad sometida a un régimen totalitario sosteniendo un debate como el que se está desarrollando en estos días. Incluso el límite podrá ser, también, sometido a chiste o burla. Porque la cuestión no es “hasta dónde”, sino desde dónde. Desde qué lugar, posición o título decidir y disponer acerca de ese límite. Y es en esa pregunta donde se juega, realmente, el problema de la democracia. ¿Es la autoridad política o religiosa la que dictamina las fronteras de lo posible –en tanto permitido- de decir? Si así fuera, esa misma autoridad se consideraría por encima y exenta de toda burla o sátira. Posición de soberano absoluto, no sometido a las mismas reglas de los subordinados a los que legisla en tanto autoridad. Pero he aquí que justamente es ese poder –político o religioso- el más frecuente objeto de los dardos humorísticos, ya que el humor es, como sabemos, una de las formas más eficaces de mostrar la falla del que se cree completo, perfecto e incuestionable. El humor derriba ídolos y hace tambalear ideales grandilocuentes; la ironía hace cosquillas en las axilas de los monumentos. Desde Sócrates hasta Woody Allen se hace evidente que no hay nada tan sagrado ni tan intocable que no pueda ser objeto de risa. Uno de mis ejemplos favoritos es el Quijote de Cervantes: con pluma sutil e irónica, el escritor descascara el brillo de las novelas de caballería, género de máximo prestigio pero basado en ideales heroicos –las Cruzadas!- que mucho tenían de xenofobia, violencia y autoritarismo nacionalista y religioso. Cervantes, al igual que su contemporáneo Shakespeare, pone a la vista el derrumbe de un mundo aferrado a modelos míticos y la entrada en la historia del hombre común. Muchas hogueras –reales o metafóricas- han ardido para castigar a los “infieles”, es decir, a los insumisos, a los creadores, a los libres de pensamiento. Entonces, retomando: ¿hay límites? Y si los hay, ¿quién o desde dónde los establece? No desde la autoridad de un soberano, sino –propongo- desde la ética: todo poderoso es pasible de mofa, toda autoridad puede –y tal vez debe- ser motivo de chiste. Lo que no sería admisible es burlarse del débil, reírse del enfermo, hacer mofa del explotado, del sobreviviente, de los muertos, de los que han padecido torturas o exterminio, de los menesterosos en cualquier sentido. Como diría Levinas, yo soy responsable por el sufrimiento del otro, mandato inscripto en la estructura misma de la razón humana. Esta ley ética no “baja” desde ningún gobierno ni estamento sagrado o superior, sino que –aprendimos de Kant- cada uno de nosotros es legislador y legislado a la vez. Y ese es el borde que ningún humorista debería atravesar.